viernes, 19 de junio de 2009

“La hegemonía peronista, una estrategia de pinzas”

Por Diego Barovero

Una verdad comprobada de la tradición argentina es que el peronismo es un factor fagocitante en la vida política e institucional.
En efecto, a lo largo de su propia historia es posible comprobar esta capacidad arrasadora que ha caracterizado al movimiento fundado por el entonces coronel Perón para absorber a sus aliados y adversarios, propendiendo en forma permanente a la consolidación de un modelo hegemónico cercano al sistema de partido único, casi como el de partido/movimiento que es un sistema en sí mismo, en el que las tensiones internas se traspolan al escenario externo afectando al conjunto de la sociedad.
En el verano de 1946, cuando Perón construía la coalición de partidos que lo llevaría al poder, logró sumar el aporte de una fracción radical denominada UCR - Junta Renovadora (Que le aportaba el candidato a vicepresidente en el desteñido antipersonalista Jazmín Hortensio Quijano), un Partido Independiente que recogía despojos del tronco conservador bonaerense (Y del que surgiría el inefable Héctor J. Cámpora en quien una "juventud maravillosa" creería ver veinte años después al iniciador de la "patria socialista") y una agrupación inspirada en los modelos socialdemócratas europeos, que adoptó el muy británico nombre de Partido Laborista, estructurada sobre la base de algunos gremios combativos de entonces a los que acaudillaban Cipriano Reyes y Luis Gay.
Las pujas constantes para la conformación de listas y, luego de la victoria electoral, para la obtención de espacios en el nuevo esquema de poder, convencieron al líder de la necesidad de refundir todas las vertientes que lo apoyaban para confluir en el Partido Unico de la Revolución, que más tarde adoptó la poco ortodoxa pero más sincera y simple denominación de Partido Peronista.
El proceso implicó no solamente la sumatoria de partes sino una auténtica purga tendiente a homogeneizar el instrumento político del proyecto de Perón.
Pero no solamente con sus partidarios el peronismo actuó como agente de engullición. A sus opositores les aplicó históricamente la técnica de la absorción, que los dejara vaciados de contenido y significación.
En los años de apogeo de la "fiesta peronista" a los conservadores y a los socialistas primordialmente, mediante astutas estratagemas como la de recibir en audiencia a sus líderes como a Reynaldo Pastor y a Enrique Dickmann, dejándolos en el aire frente a sus conmilitones y provocando sendas crisis en los respectivos partidos.
Solamente la Unión Cívica Radical pudo sobrellevar el trance de ser el principal partido de oposición al peronismo sin perder su nítida identidad.
Durante el largo período de la proscripción peronista y bajo el influjo de la tendencia frentista proclamada por el líder exiliado, el movimiento formó parte de numerosas coaliciones electorales con otros partidos de diversas tendencias pero que actuaban como satélites del sistema peronista, prodigándole la cobertura legal adecuada para superar la prohibición.
El Frente Nacional y Popular en los años sesenta y el Frente Justicialista de Liberación en los años setenta, fueron las herramientas electorales que facilitaron al movimiento proscripto la participación en los procesos comiciales.
Sus aliados, el Partido Conservador Popular de Vicente Solano Lima, la Unión Cívica Radical Intransigente y luego el Movimiento de Integración y Desarrollo que acaudillaba el ex presidente Arturo Frondizi, fragmentos demócratas cristianos liderados por José Antonio Allende, amén de algunos desprendimientos nacionalistas y partidos socialistas menores, pasaron de ser convidados de piedra a simples antipastos y entradas de la gran comilona peronista que terminó por asimilarlos en su sistema gastrointestinal.
Con el retorno de la democracia en 1983, el peronismo volvió a ensayar su modelo frentista con los resultados conocidos para sus circunstanciales aliados: siguieron siendo el primer eslabón de la cadena alimenticia.
La novedad de la década de los noventa vino de la mano de uno de los herederos del "primer trabajador argentino": un riojano que prometió salariazo y revolución productiva y terminó aliado con la más rancia derecha neoliberal, cuyo adalid histórico era el ingeniero Alvaro Alsogaray. Este último había logrado conformar un partido político de derechas con sentido republicano, con alguna inserción en el electorado urbano que hizo digno papel en tiempos de Alfonsín, logrando la hazaña de conformar un bloque de legisladores nacionales y ser la tercera fuerza a nivel nacional en las elecciones de 1989, con casi un millón de votos.
Ese logro histórico - y por cierto encomiable - fue arrojado por el capitán ingeniero y la voracidad insaciable de su hija a las gigantescas fauces del peronismo menemista, en aras del triunfo de las ideas liberales asumidas voluntariamente por la nueva identidad peronista, aunque en buen romance el precio fue la participación de las migajas que caían de la mesa de la privatización de empresas estatales y la renegociación de la deuda externa.
Otro "aliado" del peronismo bonaerense, otrora esperanza de la izquierda popular y nacional, el Partido Intransigente del ex gobernador Oscar "Bisonte" Alende, pagó con su propia subsistencia el precio de las reiteradas diputaciones de su valetudinario fundador.
El llamado "pacto de Olivos" que permitió la reforma constitucional de 1994 merced al entendimiento entre el presidente Carlos Menem y el ex presidente Raúl Alfonsín, si bien no implicó un "acuerdo" en términos electorales entre ambas fuerzas políticas, fue suficiente para que el radicalismo oblara el alto precio de su acercamiento al peronismo perdiendo el importante ascendiente que tenia en su tradicional electorado y relegándolo por primera vez en su dilatada historia a un triste tercer lugar en la elección presidencial de 1995.
Luego vino el tiempo de la Alianza que llevó a De la Rúa a la presidencia con el apoyo del mediático Frepaso - constituído por hilachas peronistas - y como consecuencia de la crisis institucional del 2001 y la pésima votación presidencial de 2003, la UCR o gran parte de sus principales dirigentes adquirieron voluntad de plato principal en el menú peronista.
Desde entonces, el peronismo ha resuelto asumir una nueva estrategia en su vocación hegemónica. Ya no absorbe a sus aliados a través de la estrategia frentista. Ha resuelto con determinación y firmeza trasladar sus conflictos internos al conjuntos de la sociedad, dirimiendo en una virtual interna abierta en las que ha convertido a los comicios nacionales lo que debería haber resuelto mediante la mecanismos de democracia interna.
En 2003 en las postrimerías del interregno provisional de Eduardo Duhalde, el peronismo llevó sus contradicciones a las elecciones presidenciales sin haber pasado previamente, como indicaba la ley viginte por entonces, por un comicio interno abierto y simultáneo de la totalidad de los partidos políticos. Así, el ciudadano común encontraba en el cuarto oscuro tres boletas justicialistas que llevaban como candidatos presidenciales a Carlos Menem, a Néstor Kirchner y a Adolfo Rodríguez Saa. La sumatoria de las tres postulaciones del peronismo llegaba al 60% de los votos emitidos: un país peronista, sería la conclusión.
La oposición no peronista, sobre todo la de origen radical, ingresó en una diáspora de la que aún no termina de recuperarse del todo, pese a que existen avances sustanciales.
Durante la presidencia de Kirchner, la vocación de hegemonía política buscó ser maquillada de pluralismo, recurriéndose a la estrategia de cooptación de gobernadores, intendentes y dirigentes políticos de partidos de oposición a través del uso indiscriminado de los recursos públicos sin control, vulnerando el principio de federalismo. Así se construyó la denominada Concertación Plural en la que el peronismo llevaba la voz cantante y los socios minoritarios se contentarían con aplaudir desde la platea mientras uno de los suyos tocaría la campanilla de la presidencia del Senado.
La muerte del nuevo engendro hegemónico llegó tempranamente, una madrugada en que un socio minoritario con un voto “no positivo” tumbó una iniciativa oficial, obligando al gobierno de la presidenta Cristina de Kirchner a ceder la conducción política al cónyuge y ex presidente quien se replegó sobre la estructura tradicional del Partido Justicialista, dominada centralmente por la facción sindical liderada por Hugo Moyano y la cofradía de barones del conurbano, que otrora sostuvieron a Menem y a Duhalde, con el propósito de subsistir hasta el final del término constitucional.
Pero como siempre puede esperarse originalidad en la capacidad de reconversión permanente del peronismo, apareció el “peronismo disidente” que se diferenció del oficialismo tardía pero oportunamente, presentándose a la sociedad con una visión y discurso renovado, moderando las formas y las prácticas como para desvincularse de los habituales desplantes de Kirchner, buscando en todo momento dar una imagen de moderación y reposo, moderno y descontracturado. Una versión Light de la fórmula que ya conocemos y hemos probado hasta la saciedad. Los personajes elegidos no podrían ser mejores: CarlosReutemann, Mauricio Macri, Francisco de Narváez, Felipe Solá. De entre ellos, a los que habría que sumar al “convertible todoterreno” Daniel Scioli, surgirá en apenas días el liderazgo del peronismo por los próximos años, distribuyéndose las esferas de influencia y los roles en la nueva etapa que se avecina y “tutti amici”.
De este modo, recurriendo a una “estrategia de pinzas” en términos bélicos, el peronismo se apresta a consumar, una vez más el juego que mejor juega y que más le gusta. Su líder y fundador les dijo alguna vez con crudo cinismo: “Entre gitanos no nos vamos a echar la suerte”. ¿Nos dejaremos echar la suerte por ellos una vez más?

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